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21/6/09

El ascensor que no llega

Hoy tarda el ascensor más que nunca. Parece que sepa de mis urgencias. Permanezco erguida y taconeando levemente sobre las baldosas frente a la puerta, herméticamente cerrada, del hueco del elevador. A pesar de los nervios, de la impaciencia que me tensan e irritan creo percibir una desagradable humedad en la espalda. Sería fácil girarme y comprobar que tras de mí no hay nadie, quizás tampoco nada. Pero resisto esa tentación estúpida, pueril. Sé que no hay nadie a mi espalda y eso vasta. Antes de pensarlo, mi mano abierta golpea con furia la puerta metálica, los golpes resuenan en el silencio de la escalera como disparos. El eco los devuelve desfigurados.
Otra estupidez de tu parte, me digo con sarcástico afecto, ¿que piensas conseguir con este escándalo, llegará antes el ascensor al piso 7º? ¿No ves que no se mueve, que tal vez esté saliendo alguien de él cinco pisos más abajo, que tal vez esté la puerta abierta por que algún hijo de madre trabajadora de las esquinas olvidó, o no, cerrarla?
Pasado el instante de furia, reducido a casi la normalidad el índice de adrenalina en sangre, el frío y la humedad en la espalda me provocan un repentino estremecimiento.
Se necesita ser estúpida, me digo afectuosamente, no tienes más que girarte y comprobar lo obvio, que no hay nadie. Pero no, has de seguir con estos estremecimientos infantiles con tal de no dar tu brazo a torcer, no someterte a la lógica y mirar, comprobar lo que tú y yo sabemos: que no hay nadie a tu espalda, ¿o si lo hay?
Lo hice, en mala hora, pero lo hice. Y la culpa es tuya, es decir mía. Me empujas, me exasperas y termino haciendo lo que tú, o sea yo, quieres que haga. Fue un instante, tan rápido que aquel extraño brillo en la placa dorada de la mirilla no pudo, o no quiso, apagarse, separarse del visor y evitar así que yo viese que sí había un brillo extraño a mi espalda, tras la pesada hoja de madera centenaria de la puerta 28ª del séptimo piso.
De inmediato me arrepentí. Me arrepentí de dos cosas. De haber mirado y de dejar de hacerlo tan rápidamente que no pude certificar que mi percepción fue real o, tan sólo, producto de mi estado emocional. Al elevar mi mano para, apoyando el dedo índice en el botón de llamada, volver a reclamar la venida urgente del ascensor, aprecié un temblor claudicante y temeroso de mis dedos que me llenó de zozobra y deseos de gritarme improperios. Ahogué el deseo y empujé con ira el botón negro, de plástico rozado por el uso, y puede escuchar, nítidamente, el golpe del motor que arrancaba dos plantas por encima de la mía. ¡De repente, el mecanismo funciona! Suspiré como si cien kilos sobre mis costillas me estuviesen impidiendo respirar hasta ese momento. Me sentí feliz con la misma inconsistencia con la que me sentía aterrorizada un instante antes.
Cambié el peso de un pie al otro, en un intento baldío de acelerar la llegada del habitáculo que me trasladaría a la planta baja, a la puerta exterior del edificio, al bullicio de la calle. Ahora ya percibía lejanamente el ruido que producía al pasar por cada planta, el mecanismo rozaba con las ruedas de caucho que activan la apertura de la puerta desplazando el pestillo de seguridad que, al continuar su viaje hacia arriba, volvía a su alojamiento. Quedaban tan sólo un par de plantas y se detendría frente a mí, puse mi mano en la manija de la puerta y esperé, esperé en un calma tensa de todo punto injustificada.
Ya estaba al alcance de mi vista, a través del enrejado metálico del hueco observé la masa oscura del camerino, elevándose con desesperante lentitud. Un chasquido a mi espalda coincidió, se superpuso, con el ruido del ascensor cuyo techo estaba ya a la vista.
Aguanté, permanecí indiferente y confiada, en esta ocasión fui sensata y no giré la vista, mis ojos no podía apartarse de la techumbre herrumbrosa del ascensor que de repente, con un extraño e inopinado sonido metálico se detuvo. Durante unos instantes me quedé rígida, quieta, mi mano empuñaba con histeria la maneta de la puerta aún sabiendo que no se abriría, y mejor así, ¿de qué me habría servido que se abriera si el ascensor estaba detenido en el piso de abajo? Fueron unos segundos de indecisión, de no saber qué hacer, unos momentos en los que fui consciente de que mi cerebro estaba paralizado, incapaz de pensar, de tomar decisiones.
Así y todo fui consciente de que si el ascensor hubiese llegado un minuto antes, o yo hubiese decidido correr escaleras abajo, ahora no tendría la horrible premonición de que eso que, a mi estúpida espalda, apretaba mi cuello hasta ahogarme y separaba mis pies de las baldosas del piso, eso... no me estaría ocurriendo.
Scila/5/4/06

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