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27/9/14

El viejo café (I)


Hace unos días, huyendo de un repentino aguacero, entré en un viejo café- sede literaria hace un siglo- y busqué acomodo en una mesa, en el rincón más penumbroso.
Grandes espejos tallados devuelven la imagen de las mesas de hierro forjado y, sobre ellas, gruesas tapas de mármol. Un gran ventanal ocupa todo un ángulo del local, junto al que se alinea una larga fila de mesas utilizadas por los clientes como miradores de la actividad urbana, de los juegos de los críos en el parque de enfrente.
En una de esas mesas observé el atractivo perfil de una mujer. El viejo café estaba vacío, tan sólo ella, yo, y un camarero, que debió aceptar la jubilación cuando le tocaba en vez de seguir allí como testimonio de la vetustez del lugar. Ocupábamos un espacio insignificante, el resto del local eran sombras.
El lento desplazamiento del anciano camarero me permitió observarla con detalle antes de encargarle un chocolate con churros- un capricho de tarde otoñal, me dije-, llamaron de inmediato mi atención sus manos, una de ellas permanecía sobre la mesa, como dejada allí dormida, ajena al resto del cuerpo. La otra deslizaba la yema de uno de sus dedos sobre el borde de la taza. Era un gesto lento, perezoso o irresoluto, acompañado de una ligera inclinación del rostro que seguía el movimiento sobre la circunferencia de la taza.
El suave y lento giro de la cabeza provocaba cambios de luces y sombras en el rostro modificando su expresión; parecía grave y concentrada; risueña y soñadora; triste y ensimismada. Con sólo modificar el ángulo, la luz modificaba su expresión.
Pude observar ligeras manchas de carmín en el borde, pero sus labios- a pesar de ser muy rojos- no mostraban carmín. ¿Quién había bebido en aquella taza? ¿Por qué sonreía o se tornaba triste su semblante acariciando apenas la delicada porcelana? ¿A quién esperaba o quién se había ausentado?
Mi mirada fija, impertinente, debió alertarla, giró el cuello y sus ojos, como faros de Alejandría, me clavaron en el fondo de la pared como se fija a una mariposa con un alfiler.
A fuerza de desearlo, a veces, las cosas ocurren. A veces. Pero hoy no, como casi nunca. Se levantó empujando delicadamente con sus nalgas la silla y sospeché- a partir de ese movimiento- que todo lo que a continuación ocurrió tenía una razón de ser.
Mis pupilas habían contemplado su perfil al contraluz de la ventana, neblinosa por la lluvia otoñal, y la contemplaron con obsesiva fijeza sí, con molesta obstinación. Pero sin ocultas ni maliciosas intenciones, tan sólo con asombro infinito al reconocer en su perfil la imagen inédita de mis sueños. El desconcierto me impidió caminar unos pasos y evitar su marcha, su huida, esta vez definitiva.
Debió sentir mi impertinente fijeza y tal vez le asustó, se levantó dándome la espalda, mostrándome el tamaño real de su indiferencia, o de su desprecio. Tomó el libro que ojeaba y caminó con la elegancia de un lince en la sabana, agitando levemente el cuello estilizado. Los quinqués de las equinas del viejo café arrancaron destellos auríferos de sus cabellos.
Las puertas de cristales se abrieron a su paso aceptando una bocanada de frío, cargado de olor a asfalto mojado, a lluvia de hojas que fueron verdes, luego se cerraron como un implacable telón tras la figura esbelta. Tan sólo vislumbré un instante su cabello, agitándose al viento como la bandera de un navío en el horizonte, luego, la bruma del atardecer la ocultó con su cómplice oscuridad.
Contuve el impulso insensato de levantarme y correr tras ella. Ya era tarde. Era tarde cuando ese día amaneció, estaba predestinado a no hacer lo que no hice, a esperar que las cosas ocurrieran, a ser, o sentirme, víctima del albur, de la casualidad, como decía Pancho el blanquito, antes de fenecer del mal de otros.
Esperé un rato, apuré mi café que ahora me supo amargo y frío y, cuando no soporté aquella atmósfera de repente irrespirable, dejé unas monedas sobre el mármol de la mesa y caminé hacia la salida. A mis espaldas el anciano camarero recogía el servicio. Cuando empujaba las puertas de cristal escuché un sarcástico comentario que no entendí hasta horas más tarde:
-Xè, y esta noteta, ¿para quién será?: “Aquí tienes mi número, si te atreves a llamar, mirón".
-¿Para quién será esto?- escuché de nuevo la voz asmática del camarero.
Ya en la calle giré la vista y pude ver- a través de los cristales- al viejo camarero alejando de su cara un pequeño rectángulo de papel para leerlo, se encontraba junto a la mesa que había ocupado ella unos minutos antes…
©Scila- 2004- diego r. herrero

2 comentarios:

  1. Me parece que ya la habías publicado, no se si en la anterior ocasión te hice algún comentario, pero de no ser así, aprovecho para hacerlo en esta ocasión: Me parece un relato amable, romántico y triste a la vez, algo así como el rostro de la mujer, cambiante según la luz se reflejaba en su rostro.
    Espero impaciente la continuación,
    Saludos, Carlos.

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  2. Hola Carlos. Veré si encuentro lo que sigue, que el HD está algo desorganizado y no encuentro nada. Un placer verte de nuevo por aquí.

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