Hace unos días, huyendo de un repentino aguacero, entré en
un viejo café- sede literaria hace un siglo- y busqué acomodo en una mesa, en el
rincón más penumbroso.
Grandes espejos tallados devuelven la imagen de las mesas
de hierro forjado y, sobre ellas, gruesas tapas de mármol. Un gran ventanal
ocupa todo un ángulo del local, junto al que se alinea una larga fila de mesas
utilizadas por los clientes como miradores de la actividad urbana, de los
juegos de los críos en el parque de enfrente.
En una de esas mesas observé el atractivo perfil de una
mujer. El viejo café estaba vacío, tan sólo ella, yo, y un camarero, que debió
aceptar la jubilación cuando le tocaba en vez de seguir allí como testimonio de
la vetustez del lugar. Ocupábamos un espacio insignificante, el resto del local
eran sombras.
El lento desplazamiento del anciano camarero me permitió
observarla con detalle antes de encargarle un chocolate con churros- un
capricho de tarde otoñal, me dije-, llamaron de inmediato mi atención sus manos,
una de ellas permanecía sobre la mesa, como dejada allí dormida, ajena al resto
del cuerpo. La otra deslizaba la yema de uno de sus dedos sobre el borde de la
taza. Era un gesto lento, perezoso o irresoluto, acompañado de una ligera
inclinación del rostro que seguía el movimiento sobre la circunferencia de la
taza.
El suave y lento giro de la cabeza provocaba cambios de
luces y sombras en el rostro modificando su expresión; parecía grave y
concentrada; risueña y soñadora; triste y ensimismada. Con sólo modificar el
ángulo, la luz modificaba su expresión.
Pude observar ligeras manchas de carmín en el borde, pero
sus labios- a pesar de ser muy rojos- no mostraban carmín. ¿Quién había bebido
en aquella taza? ¿Por qué sonreía o se tornaba triste su semblante acariciando
apenas la delicada porcelana? ¿A quién esperaba o quién se había ausentado?
Mi mirada fija, impertinente, debió alertarla, giró el
cuello y sus ojos, como faros de Alejandría, me clavaron en el fondo de la
pared como se fija a una mariposa con un alfiler.
A fuerza de desearlo, a veces, las cosas ocurren. A veces.
Pero hoy no, como casi nunca. Se levantó empujando delicadamente con sus nalgas
la silla y sospeché- a partir de ese movimiento- que todo lo que a continuación
ocurrió tenía una razón de ser.
Mis pupilas habían contemplado su perfil al contraluz de la
ventana, neblinosa por la lluvia otoñal, y la contemplaron con obsesiva fijeza
sí, con molesta obstinación. Pero sin ocultas ni maliciosas intenciones, tan
sólo con asombro infinito al reconocer en su perfil la imagen inédita de mis
sueños. El desconcierto me impidió caminar unos pasos y evitar su marcha, su
huida, esta vez definitiva.
Debió sentir mi impertinente fijeza y tal vez le asustó, se
levantó dándome la espalda, mostrándome el tamaño real de su indiferencia, o de
su desprecio. Tomó el libro que ojeaba y caminó con la elegancia de un lince en
la sabana, agitando levemente el cuello estilizado. Los quinqués de las equinas
del viejo café arrancaron destellos auríferos de sus cabellos.
Las puertas de cristales se abrieron a su paso aceptando
una bocanada de frío, cargado de olor a asfalto mojado, a lluvia de hojas que
fueron verdes, luego se cerraron como un implacable telón tras la figura
esbelta. Tan sólo vislumbré un instante su cabello, agitándose al viento como
la bandera de un navío en el horizonte, luego, la bruma del atardecer la ocultó
con su cómplice oscuridad.
Contuve el impulso insensato de levantarme y correr tras
ella. Ya era tarde. Era tarde cuando ese día amaneció, estaba predestinado a no
hacer lo que no hice, a esperar que las cosas ocurrieran, a ser, o sentirme,
víctima del albur, de la casualidad, como decía Pancho el blanquito, antes de
fenecer del mal de otros.
Esperé un rato, apuré mi café que ahora me supo amargo y
frío y, cuando no soporté aquella atmósfera de repente irrespirable, dejé unas
monedas sobre el mármol de la mesa y caminé hacia la salida. A mis espaldas el
anciano camarero recogía el servicio. Cuando empujaba las puertas de cristal
escuché un sarcástico comentario que no entendí hasta horas más tarde:
-Xè, y esta noteta, ¿para quién será?: “Aquí tienes mi
número, si te atreves a llamar, mirón".
-¿Para quién será esto?- escuché de nuevo la voz asmática
del camarero.
Ya en la calle giré la vista y pude ver- a través de los
cristales- al viejo camarero alejando de su cara un pequeño rectángulo de papel
para leerlo, se encontraba junto a la mesa que había ocupado ella unos minutos
antes…
©Scila- 2004- diego r. herrero
Me parece que ya la habías publicado, no se si en la anterior ocasión te hice algún comentario, pero de no ser así, aprovecho para hacerlo en esta ocasión: Me parece un relato amable, romántico y triste a la vez, algo así como el rostro de la mujer, cambiante según la luz se reflejaba en su rostro.
ResponderEliminarEspero impaciente la continuación,
Saludos, Carlos.
Hola Carlos. Veré si encuentro lo que sigue, que el HD está algo desorganizado y no encuentro nada. Un placer verte de nuevo por aquí.
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